31 de diciembre de 2009

Propósitos para el nuevo año


Soy mujer de rituales. Los defiendo (todos) y los practico (algunos). Me confieso afecta al ceremonial, al protocolo, a las buenas maneras, a los hábitos que siembran costumbres. Y a las prácticas tontas, como esta de mesurar el paso del tiempo y de hacerse propósitos cada vez que esa falsa cinta de continuidad nos marca un hito en el calendario.
Fin de año es mi hito, mi tontería cíclica temporal. Heme aquí, pues, dispuesta a hablar de propósitos para el año que comienza.
Primero, me impongo un repaso a los 10 propósitos que me hice para el 2009.
De los 10, he cumplido plenamente 4. Entre esos cuatro, había uno muy prosaico, muy material, uno muy práctico y dos muy espirituales. Considero equilibrada la balanza. Los otros seis, los incumplidos, o cumplidos sólo en una pequeña parte, repiten varias veces la palabra "despacio" y la palabra "tiempo". Hace tiempo que estas dos palabras se repiten en mis 10 propósitos del año. ¿Por qué lo sé? Porque los maniáticos de los rituales como yo apuntamos estas cosas siempre en el mismo cuaderno, de modo que cuando paso páginas hacia atrás tropiezo con joyas como éstas de 2004: "Escribir de una vez El anillo de Irina" o bien "Tener otro hijo". Seguro que estáis pensando que soy una obsesiva. Pues bien: acertáis. Lo soy. Es una de mis virtudes.
Sin embargo, ocurre que este año es especial y los propósitos deben serlo también. La cinta interminable del tiempo me acerca a una cifra que parece redonda (ninguna lo es) y parece importante (menos aún). En 2010 voy a cumplir 40 años. Creo que semejante cifra no puede celebrarse con pequeños propósitos, con nimiedades al alcance de cualquier adolescente, ni con palabras tantas veces repetidas que ya han perdido por completo su significado.
No.
Este año me propongo escribir primero los "5 propósitos a tener en cuenta para redactar los 10 propósitos para el 2010". Y son éstos:

1) Están prohibidos los deseos ridículos al alcance de cualquier voluntad (pero no de la mía, está claro), tipo: "ir a nadar dos veces por semana" o "perder diez kilos". Caresantos, mentálizate, mujer, de una vez por todas: no eres sistemática para nada más que para unir palabra tras palabra día tras día. Y con respecto al peso... bueno, la vida me ha regalado un conformismo cada vez mayor, de modo que la imagen del espejo sigue sin satisfacerme, pero ya no me sofoco. A todo terminas por acostumbrarte.

2) Debo ser ambiciosa al desear. Nada de menudencias. Nada de continuismos. Un rompimiento absoluto, esta vez que -por fin- puedo permitírmelo. A los 40, las cosas hay que hacerlas a lo grande, o no empezar siquiera.

3) No debo querer abarcar demasiado. ¿Diez propósitos? ¡Menudo problema! ¿Y no sería mejor quedarse con cinco? ¿O tres? Pocos, pero ambiciosos, necesarios, revolucionarios.

4) Es indispensable exigir su cumplimiento. Nada de ser benevolente conmigo misma. El típico bueeeeeeeeeeeno, pero es que no he podido, es que cómo voy a negarme, es que... ¡ni hablar! Caresantos, ¡cumple lo que dices! No te estafes más a ti misma.

5) Debo estar preparada para decir que no. No al viaje demasiado apresurado. No a quien no valora tu trabajo. No a quien pretende hurgar en tus intimidades antes de tiempo. No a quien te quiere seducir con una vanaglorioa a deshora. No a quien promete lo que en realidad no necesitas. No a quien cree que la prisa no avinagra el buen vino. No a quien te inunda el correo de mensajes insustanciales. No a quien no entiende. No a quien no te quiere. No, no y no.

Sentadas estas bases, creo que estoy lista para redactar mis 5 propósitos para el año 2010. Lo haré esta noche, minutos antes de las campanadas que, por cierto, para mí sonarán en un lugar alejado y silencioso que es, en sí mismo, un buen augurio.

Y para vosotros, navegantes, un deseo que os dejo de todo corazón:

QUE EL 2010 OS HAGA FELICES


La imagen es de FJTU, de Flickr

28 de diciembre de 2009

Un amigo en Facebook me propone una idiotez


Me escribe alguien llamado Toni, que se hace llamar editor, para hacerme "una propuesta de autoedición". Me dice que contacta conmigo porque "nos hemos conocido en Facebook" y a continuación me explica que la autoedición es "para muchos escritores al principio la única vía de llegar a ser leído y conocido". Y añade: "Puede que nunca te lo hayas planteado, estés en proceso, o incluso ya hayas editado. Si te interesa lo que te propongo, puedes ponerte en contacto conmigo. Te haré llegar el proceso de edición, y también según las características de tu obra, un presupuesto bastante aproximado de sus costes. Todo esto no tiene ningún compromiso por tu parte, ya que solo te estás informando. Si una vez conocido el presupuesto, decides tirar adelante la idea, te haré llegar la información necesaria para que te pongas en contacto con la editorial, por si necesitas aclarar algún tipo de duda".
No voy a contestar a mi amigo en Facebook Toni. Me sorprende tal acto de contención viniendo de mí, y lo considero una prueba de que, al contrario de lo que cantaba mi admirado José Alfredo Jiménez, algo me han enseñado los años. A no llevarme berrinches por idioteces ajenas, por ejemplo.
Porque yo, ya lo he dicho en otras ocasiones, considero la autoedición un lamentable error, un camino equivocado. Es mentira: no se llega a los lectores con un libro autoeditado. La distribución es un bosque infranqueable incluso para editores muy consolidados. No digamos para los pequeños empresarios de la impresión que pretenden hacer negocio con la ilusión ajena, y que una vez se encuentran con un montón de libros en las manos no saben qué hacer con ellos. Los casos que conozco de libros autoeditados son distribuidos penosamente por sus autores de librería en librería y en cada estación de este via crucis horrible deben soportar el ceño arrugado de unos libreros que también ven con malos ojos este tipo de libros de propio cuño.
Por no hablar de lo que significa pagar por editar un libro propio. Es como si el médico nos remunerara por dejarle que nos ausculte. Como si al subir al autobús el amable conductor nos diera dinero por ocupar un lugar de su vehículo. Como si al terminar la terapia, el psicólogo nos entregara cincuenta euros y nos diera las gracias por contarle nuestras miserias. Es el mundo al revés.
De modo que no, por el momento no estoy interesada en autoeditar mi obra, amigo Toni. Hace ya algunos años que no soy una escritora que comienza, pero cuando lo fui, jamás me planteé tal cosa. Tanteé otras vías, y no todas eran buenas ni todas me salieron bien. Un pequeño editor me salió rana, algún premio insignificante me catapultó hasta las páginas de los libros colectivos (qué ilusión cuando vi por primera vez mi nombre impreso en el encabezamiento de un cuento, el sexto de un conjunto de diez), quedé entre los diez finalistas del Premio Herralde con un libro que jamás salió del cajón y que un editor al que respeto y admiro encontró "demasiado experimental", encajé negativas de una docena de editores con deportividad suma y desilusión máxima, pero de todo ello aprendí mucho mientras no dejaba de escribir. Hasta que los premios me descubrieron. Fue lel Ciudad de Alcalá de Narrativa el que me permitió considerarme escritora por primera vez en mi vida. Otro error: no era menos escritora antes de publicar, sólo era más insegura. Tampoco lo soy más ahora que tengo varias decenas de títulos en mi bibliografía, y que todos los días me repito a mí misma la suerte que tengo por dedicar mi vida entera a aquello que más me gusta. Soy la de siempre: temo mucho, me equivoco constantemente y todavía me llevo berrinches por lo que considero injusto, indigno o poco respuetuoso con algo que yo amo tanto, como la Literatura. Por eso estoy escribiendo esta entrada, porque en el fondo creo que debo contradecir lo que he dicho hace un rato y ser consciente de que estoy, en primer lugar, contestando a Toni, mi amigo en Facebook y, en segundo, que tenía razón José Alfredo Jiménez, y en realidad, nada me han enseñado los años, y soy la misma enfadona-visceral-hiperestésica-que-no-piensa de siempre.

La imagen de hoy es de Maderuelo, de Flickr

27 de diciembre de 2009

Instinto maternal (relato inédito)


¿Vendrás esta noche al concierto? Después habrá fiesta donde siempre.
Mis amigos conocen la respuesta, pero a pesar de todo insisten. Tuerzo el gesto, finjo tristeza, resignación. No puedo, les digo, ya sabéis, los niños...
Y ellos saben, por descontado que saben, para algo nos conocemos desde hace más de veinte años. Entienden. Se hacen cargo de que soy la única de la vieja pandilla de aves nocturnas que no puede disponer a su antojo de su tiempo, que se ha visto obligada a cambiar sus costumbres, que ya no puede seguirles de bar en bar cada vez que se les antoja a los de siempre. Me dan la razón sin pronunciar palabra y sus ojos buscan refugio en la comprensión cómplice del otro. A veces siento que me compadecen, pero simulo que no me doy cuenta. Yo sé que debe ser así: es esa zanja infranqueable que separa las preocupaciones de quienes tenemos hijos de las de aquellos que optaron por no hacerlo. Vivimos en mundos diferentes. No tenemos casi nada que ver. Sólo el vago espejismo de que yo un día fui libre como ellos y que ellos un día imaginaron el terror de estar amarrados a otras personas de por vida.
Sé que ellos recuerdan lo que ocurría años atrás, cuando en estos mismos bares querían saber el porqué de tanto empeño, de dónde había sacado mi espíritu de maternidad tan universal y tan sediento, y yo les explicaba, con alegría al principio, con una inmensa tristeza después, lo mucho que significaba para mí sostener entre mis brazos una pequeña vida que yo misma había traído al mundo y lo mucho que me dolería no poder hacerlo. Les hablaba de dolor y miraban dentro de sus vasos, hacían tintinear sus cubos de hielo, esquivaban la mirada de la vida. La seriedad de mis palabras les dejaban sin ganas de bromear.
Muy pocos supieron de la época en que lloraba en los parques, de aquella soledad consecutiva que sucedía a la huida de mis amantes, del angustioso deambular por aquellas clínias frías llenas de enfermeras que sonreían todo el rato, y de la palabra final, sanatorio, a la que di vueltas durante más de un año, en aquella soledad que me impuse a mí misma, en aquella blancura de los días y las noches. Recuerdo una migraña insufrible que parecía el fin y un enfermero atractivo y amable que no sonreía. Cerré los ojos y pensé: cuando amanezca de nuevo, seré otra persona o habré muerto. De algún modo, una misma se da cuenta cuando llega al punto de no retorno.
Sobreviví.
Nadie supo nunca cómo ni de quién llegó la solución. Yo jamás hablo de eso. Cuando salí de allí, apenas unas semanas más tarde, era madre. Atribulada y generosa, como la mayoría de las madres que deben serlo en solitario. Pero también feliz, por primera vez en mucho tiempo. Los amigos me aceptaron igual que siempre, aunque al principio nos costó encontrar temas de conversación. A ellos, es natural, les molestaba mi constante referencia a los niños. Los padres y madres de familia solemos aburrir con nuestras cuitas. Su sopor me parece natural, un precio que pago con gusto. Aunque procuro no abusar de ello.
Con el tiempo, mis amigos dejaron de espantarse. A veces incluso me dan su opinión sobre las cuestiones que me atormentan. Aquella gripe que dejó a mi hija en los huesos, por ejemplo, o cómo hacer para que se alimenten correctamente. Yo siempre fui de mal comer, mis hijos lo han heredado de mí y yo reproduzco con exactitud la desesperación que tanto recuerdo de mi madre, casi cuarenta años después. Me sorprende que nunca pregunten nada. A veces parecen molestos. Cuando eso ocurre recuerdo la frontera que nos separa y cambio de tema. Tengo derecho a divertirme. Al llegar a casa, después de esos ratos, suelo tropezar con la realidad de los platos de comida que nadie ha tocado. Arrojo los restos al cubo de la basura, preocupada, inundada de dudas. ¿Se puede sobrevivir comiendo tan poco? ¿Debería cambiar de pediatra?, me pregunto.
Lo peor es ducharme. No soporto escucharles corretear por el pasillo mientras intento relajarme bajo el chorro de agua caliente. Pensaba que tal vez aprenderían a respetar mis necesidades, pero no es así. Después de todo, los niños son niños y no entienden ciertas palabras. Me enfado con ellos, pero en el fondo les perdono enseguida. No puedo evitar recordar lo desgraciada que era cuando no les tenía, y eso me crea nuevas culpabilidades: acaso por ese motivo les estoy consintiendo demasiado. Todo el día transcurre en un trajín, de modo que llego a la noche agotada, me acuesto en cuanto ellos se meten en la cama y me duermo en el acto. Por fortuna, jamás he conocido malas noches. Los niños han dormido siempre de un tirón y jamás han sufrido indisposiciones nocturnas. Soy de las que acusan enormenente la falta de descanso, eso habría sido horrible para mí. Además, duermo como un bebé. A veces me pregunto si les oiría si me llamaran en la oscuridad. Tal vez lo hacían, en otro tiempo, y se rindieron a la evidencia de que su madre no iba a acudir.
Así que mañana comenzará un día idéntico a este. No me importa, todo lo contrario: me hace sentir segura. Despertaré a las siete y cuarto con las canciones infantiles de la televisión cantadas a voz en grito por mis dos tesoros. Les serviré el desayuno, insistiré para que se lo tomen, les llevaré al colegio, me iré a trabajar, contaré las horas que faltan para salir, por fin darán las seis, les recogeré, tararearemos canciones alegres de camino a casa, les prepararé una buena cena, insistiré en parecerme cada vez más a mi madre, me daré una ducha mientras ellos corretean por el pasillo, les regañaré con dulzura por no permitirme ni diez minutos de paz, tal vez luego le cepille el pelo a mi hija, o hablemos de cómo nos ha ido el día, les besaré con todo mi amor antes de dormir y me meteré en la cama destrozada.
Así ocurre desde hace más quince años.
Así seguirá ocurriendo hasta el día en que me muera.


La imagen es de Dalla, de Flickr

9 de diciembre de 2009

¡Viva Concha Quirós y viva su casa, la Librería Cervantes, de Oviedo!






Las fotos corresponden al día 26 de noviembre pasado y a mi neverending tour.